jueves, 20 de marzo de 2014

RECUPEREMOS LA CULTURA DE LO COLECTIVO Y LA CONCIENCIA DE CLASE COMO ARMA PARA LA LUCHA.

Una de las características de la sociedad en la que vivimos ( definida por algunos autores como pos moderna y por otros de la “hipermodernidad) son, por un lado, el individualismo, el hedonismo y, lo que en mi opinión es más difícil de asumir, la aceptación de las desigualdades. La sociedad, de forma mayoritaria concibe las desigualdades sociales como algo “normal”, algo que ha pasado a formar parte de la cultura de la pobreza en la línea de la definición que el antropólogo Oscar Lewis (entre 1961 y 1966) cuyos aspectos básicos eran: odio y  del gobierno, cinismo frente a las creencias, fuerte orientación hacia vivir el presente (en busca de un hedonismo con efecto placebo en lo social) y escasa o nula planificación del futuro. Lewis afirma igualmente que la cultura de la pobreza ( en su transmisión como parte de ese ideario colectivo que pasa de generación en generación) “suele perpetuarse pasando de padres a hijos, con lo que las nuevas generaciones no están psicológicamente preparadas para aprovechar las oportunidades que pueden surgir a lo largo de la vida ( apunta en su estudio que un 20% de pobres tienen asumida la cultura de la pobreza y el 80% restante, a pesar de vivir en condiciones infraestructurales no están condicionados por los factores psicológicos que encierra ese tipo de cultura).

No obstante y a pesar de que esta cultura se impone,  estoy de acuerdo con Marvin Harris en que el estudio adolece de la proyección socio política necesaria para entender un sistema, donde la desigualdad se hace “inevitable” para un sector determinado, pretendiendo que ésta inevitabilidad sea asumida como un hecho natural y no como un hecho político y económico.

¿Con esta reflexión, que quiero plantear?. Sencillo: la sociedad pos moderna, la que como perversa característica tiene la aceptación ( fruto de una imposición económica y cultural) de la realidad social y económica como un hecho inevitable. La que vive resignada a causa de la ausencia de unos principios y valores que el mismo sistema que les condena suprimió (sustituyéndolos por otros digamos, más aceptables para los que se sitúan socialmente en un nivel superior)tiene ante si, únicamente dos opciones: o continuar el camino impuesto(resignación), o empezar a caminar por otro diferente (rebelión, entendida como actitud personal). Esta cuestión debería centrar el trabajo político y sociológico orientado a devolver progresivamente a las amplias capas sociales que componen en la actualidad la mayoría resignada,  ese elemento de cohesión que es la cultura propia y compartida; donde el valor de la solidaridad, el apoyo mutuo y la empatía sustituyan al individualismo y el hedonismo. Donde el valor de la justicia social vuelva a ser el vagón de enganche de cada día más en la construcción de una alternativa a la “inevitabilidad”.
Es por tanto responsabilidad de todos los que actuamos, en alguna medida, en el campo de la política o la opinión social, insistir en que el discurso perverso de la “inevitabilidad” puede y debe ser enterrado empezando, por un proceso de reflexión personal, preguntándose cuestiones como: ¿me importa la sociedad en la que vivo, me importa la sociedad en la que van a vivir mis hijos?. Quizá, desde esa actitud, en principio individualista, podamos empezar a pensar que la cultura que nos domina y nos oprime es el problema ( y con ella, todo aquel estamento social, político y administrativo que sirve a ese propósito), y que tenemos opciones para cambiarlo y ponerlo al servicio de los intereses colectivos y, sobre todo, al servicio de un futuro donde nuestros jóvenes no tengan que emigrar ( si no es voluntariamente) para poder vivir con un mínimo de dignidad.

Y para concretar ese cambio, esa transformación cultural, los instrumentos con los que contamos son, o los que el sistema nos ofrece, o los que podamos crear. Los primeros, ocupados por ese subsistema endogámico de intereses personales que utilizan las estructuras partidistas para su propio beneficio; los segundos, difíciles de concretar, máxime si tenemos en cuenta la atomización social y la primacía de ese hedonismo al que hacía referencia, incluso, como un “nuevo instrumento de cierta cohesión social” ( fiestas, celebraciones, etc). Por consiguiente, ¿Cuál es la solución propuesta? (toda reflexión debería conllevar una propuesta): sustituir la queja permanente sobre la “inutilidad” de las estructuras de partidos ( esa crítica y queja no van acompañadas de una actuación sobre la situación que consideramos el problema, sino de un cómodo olvido) por una toma, por una ocupación social de esas estructuras partidarias que, en el caso de la izquierda ( el que personalmente me preocupa) han sido hurtadas a sus legítimos propietarios: los y las trabajadores y trabajadoras. Por ello, tomemos los partidos de izquierda y, desde la crítica, resolvámosla con una implicación personal que convierta esos instrumentos, nuevamente en colectivos y, por lo tanto, útiles a los intereses de clase (y aquí tendríamos que volver a lo enfrentarnos a la cultura de lo inevitable que nos impone resignación y, por lo tanto, pérdida de conciencia): de la clase trabajadora (empleados, parados, jóvenes… todos y todas somos clase trabajadora pues lo único que tenemos es nuestro trabajo para subsistir.


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